5 de febrero, 2018.
MADRID.- Me quedé muy intrigado cuando Peté (que se llama en verdad Pedro Llosa Vélez) me pidió aquella cita, explicándome que tenía cierta urgencia. Era mi primo hermano, pero, dada la diferencia de edad -yo le llevaba casi cuarenta años-, me había acostumbrado a pensar en él como mi sobrino. La familia Llosa estaba muy orgullosa de Peté, que, desde niño, daba muestras de ser un geniecillo. Había hecho unos estudios muy brillantes en uno de los mejores colegios de Lima, el británico Markham, y luego, gracias a sus excelentes notas, obtuvo una beca en una de las más exclusivas universidades para estudiar la carrera de moda: Economía, claro está. Se graduó con honores y de inmediato lo contrataron en un banco. Se abría, para él, quién lo iba a dudar, un porvenir dorado. ¿Para qué me habría pedido aquella cita?
Conversamos en mi escritorio, en Barranco, a esa hora en que el sol se hunde en el mar y este se incendia allá lejos en el horizonte. Las cosas que Peté me confesó me maravillaron y espantaron. Se había equivocado de profesión, no quería ser dentro de diez o quince años la persona que era su jefe en el banco y, siendo todavía joven, estaba a tiempo de dar un vuelco completo a su vida, siguiendo, ahora sí, su verdadera vocación. “¿Y cuál es?”, le pregunté, aterrado. ¡La literatura, por supuesto! Pensé que sus padres y, acaso, la familia entera pensarían que era mi culpa, que yo había metido en la cabeza de Peté tamaña estupidez, que a mí se debería que se frustrara la última posibilidad de que un pariente llegara a millonario.
Artículo publicado en www.lanacion.com.ar 12/03/2018. Leer artículo completo